LO DESCARTABLE- Por Sebastián R. Muñoz (Salta- Argentina)
- Pensando En Voz Alta
- 26 may 2023
- 4 Min. de lectura
Después de lavarse las manos volvió a colocarse los guantes de látex; tiró el cortaplumas en el bote bien envuelto en una bolsa de residuo. Se sentó en una silla aislada y pidió un café. Del diario solo vio las fotos. Nunca olvidaba un rostro, le gustaba ver los rasgos en blanco y negro.
—¿Necesita algo más, don?
El muchacho no debía tener ni quince años, el pelo desarreglado, la cara llena de acné.
—Disculpa, no es nada personal, pero me gustaría que me atendiese la señora de siempre.
El chico no dijo nada, pero se notaba que no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.
—Yo trabajo aquí hace un año, pero antes de mí estaba el gordo Ramón —se rascó la barbilla grasosa.
—Pero vine ayer y me atendió una señora. Rubia teñida, nariz pequeña y recta, pómulos levantados.
—Una vez creo que estuvo Lola, la cuñada del señor Vizcarra, capaz sea ella de la que habla —hizo una pausa para acomodarse el flequillo—. Pero eso fue hace mucho.
—No, le digo que fue ayer —Juan Carlos se tironeó el bigote que estaba alisando de manera inconsciente. Cerró los ojos por el dolor—. Por favor… pregunte. Y tráigame la masita faltante en un plato chico.
Ayer la rubia le había servido el mismo café, pero con una masita de regalo, y hacía tres días había venido con Ismael y habían pedido un licuado. Ella había mirado con curiosidad al niño, le había ofrecido un caramelo. Nunca olvidaba estos detalles. Era obvio que ese chico mentía, pero por qué, qué lo motivaba. Llegó el mensaje confirmando el pago. Estaba cansado, endulzó su café una vez que tuvo la galleta.
Cuando llegó a su casa eran las once y diez de la mañana. En la vereda encontró un forro usado, lo corrió con el pie hacia la calle. Le dio asco. Se imaginó una pareja, el muchacho de la confitería tal vez, una chica a la que no pudo ver la cara, forcejeaban.
—¡Olga! —llamó indignado desde la puerta—. ¿Olga, por qué la vereda sigue sucia?
Taca taca taca. Sintió el ruido de un cuchillo cortando en la tabla de madera.
—¡Olga! ¡Olga!
La mujer tiraba unas verduras en la olla grande. La música estaba tan fuerte que no lo escuchó entrar, y al verlo parado junto a ella dejó escapar un grito minúsculo y agudo, como un hipo.
—¡Viejo!, me vas a matar del susto.
—Sorda y mierda. Apaga esa basura melancólica. Ya te conozco, después te agarra la lloradera.
Olga hizo un gesto de que le daba lo mismo lo que dijera.
—¿Dónde está Nadia? ¿Y por qué no ha lavado la vereda?
Olga contuvo el cuchillo en el aire, justo antes de desmembrar unas alitas del pollo.
—¿Quién es Nadia?
—Nadia, no te hagas la graciosa, la empleada.
—Viejo, no tenemos empleada. ¡Si sos un avaro! Hace cuántos años que te lo vengo pidiendo, sobre todo antes, cuando mamá estaba en la pieza del fondo —Bajó la cabeza y arrojó su cuchillo contra el cuerpo desplumado—, ahora para qué.
Era verdad, pero luego había cedido porque la veía cansada. No era la misma. También porque necesitaban quien lo cuide al Ismael cuando ella se iba para la iglesia y no volvía en horas. No le gustaba que el chico se la pasará solo. No era bueno, si nadie lo veía era posible que se hiciera callejero, y luego se hiciera de malas amistades. Pero Nadia… Nadia… Era una mujer bajita, rechoncha, con un ojo bizco. Él no la había imaginado. Era Nadia, ¿o era otro su nombre? Mejor dejarlo ahí por ahora. Le dolía la cabeza.
Fue a recostarse. Busco el pastillero en la vitrina, faltaban portarretratos. Los conocía de memoria.
El dolor de cabeza se convirtió en mareo. Quería dormir, pero no podía. Cuando cerraba los ojos veía la cara del viejo de las pantuflas, el que tenía la cara del che, no sabía su nombre, le bastaba una foto, una dirección. Memorizaba los rasgos. El problema era que le costaba olvidar luego. Seguía viendo a los encargos en su mente por semanas.
Despertó por el olor a quemado. ¡Qué mierda!, pensó. Se levantó de golpe, pero le costó mantenerse sentado. La habitación giró sobre sí misma.
—¡Olga!
Caminó tocando la pared. Había mucho humo en toda la casa.
—¡Por todos los infiernos!
Empujó la ventana. Estaba trabada. Madera vieja, pesada. Hizo un crujido y una bocanada de aire expiró hacia afuera de golpe.
Llegó a la cocina. Estaba al rojo vivo. Las paredes ardían cual si las hubieran rociado de nafta. La olla estaba en el suelo. La estufa había explotado. No estaba Olga por ningún lado.
Medio asfixiado, con los ojos sangrando, atravesó el living. Se detuvo. El cuadro de casamiento no estaba en el lugar de siempre, tampoco la foto de su hijo cuando era bebé De repente le vino un presentimiento. Fue un pensamiento agudo y filoso que se le estampó en la mollera.
Tosió. Tosió. Apenas podía respirar. Corrió hacia su cuarto. Gritó su nombre, o el que creyó que era, pero le costaba recordarlo,. ¿Cuál era su nombre? Podía acordarse de muchos rostros sin nombre, pero no lo importante, el nombre de ese hijo, que quería que llegara a ser algo, que no fuera como él, un anónimo don nadie.
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