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La habitación de enfrente- María Eugenia López Presas

  • Foto del escritor: Pensando En Voz Alta
    Pensando En Voz Alta
  • 20 jun
  • 7 Min. de lectura

Entre sueños pensó que las mataba. El cuarto sigue a oscuras. Debe estar nublado. No durmió en toda la noche. Conoce cada rincón de esa habitación gris, miserable, vacía de recuerdos de nada, de nadie. Cortinas ¿para qué? Ni siquiera la luz lo visita. El tiempo pasa más lento los fines de semana. En el cuarto, hasta la tristeza huele a humedad, la pintura descascarada cae y se acumula en el suelo como memoria de lo que supo ser. Las telas de araña cuelgan de los rincones y avanzan cada día con premeditación, como si la tejedora tuviese un objetivo, un patrón de conducta. El colchón curvo, cóncavo a la medida de su espalda, tan viejo, tan sucio. Repasa mentalmente aquel día, cuando pelearon por el uso del único baño compartido. Aníbal casi tira la puerta abajo. Ella no sale, ni siquiera registra el escándalo. Sube el volumen de la música y se pone a cantar, a los gritos.

—¡Se creen que viven solas estas minas! —se le escucha decir.   

               Da media vuelta y desaparece, antes de que la puerta se abra. Resopla para sí, como si contuviera algo que no dice, algo que calla desde hace tiempo, no consciente de que esas palabras rumiadas caen mal, se escupen por ahí en cualquier dirección. No es la primera vez que discuten, cada pelea supera a la anterior, más violenta, amenazante. Ellas no se quedan atrás. Salen de la habitación a los gritos para molestarlo, con la música de reguetón o cumbia a todo volumen. Saben que Aníbal lo detesta. 

No hay nada que hacer con esas minas, son así, si no quieren formar una familia como se debe ¿para qué están? Los del piso de arriba sí que entendieron bien, cortitas las tienen. Se les va un poco la mano de vez en cuando, pero nada grave. Cuatro pibes. Una mujer de verdad no sale a cualquier hora, cuando se le antoja de la casa. No queda ni una foto de la vieja, todas rotas, total ¿para qué? si esa seguro que era puta.

Se sienta en la cama, no quiere pensar más, pero las imágenes aparecen, siempre ellas, las de la habitación de enfrente ocupando su cabeza. El episodio de la cocina es distinto a otros. A media mañana, Aníbal va a buscar a la heladera la carne reservada especialmente para la cena del viernes, pagada con un trabajo que aún le deben, falta que abra la heladera y no la encuentre. En el pasillo, se escucha cumbia a todo volumen. La fiesta es en la habitación de enfrente. Huele a carne asada.

Vuelve de la cocina con las manos vacías, enajenado. En la habitación de enfrente bailan y se divierten hasta que él golpea la puerta con tal violencia que asusta. Bajan la música y esperan a que se vaya. Aníbal sigue allí. Los golpes son cada vez más fuertes. Los vecinos, acostumbrados al desborde y las peleas entre ellos, no se meten, apoyan la oreja del otro lado de la puerta y esperan expectantes el desenlace, como si fuese la novela de los viernes en vivo y en directo. Marcela, la mayor de todas ellas, abre la puerta. Aníbal se abalanza sobre la mesa, donde espera encontrar la carne robada, su carne. Respira con dificultad. No puede creer lo que ve: una fuente cargada de pollo y papas se exhibe humeante sobre el mantel de flores. No es su carne.

—Ustedes siempre de fiesta, a cualquier hora. Si no se callan, las denuncio —dice con la voz entrecortada por la sorpresa y por la ira contenida que no pudo descargar allí.

—¿Querés quedarte a comer? Hay suficiente para todos —responde Marcela indiferente a la amenaza.

Aníbal aún más desconcertado teme ceder frente ellas. Resiste de pie unos segundos. No puede salir de su asombro. No entiende de buenos modales, solo de golpes y gritos. Los tiene tatuados en su espalda, la hebilla del cinturón de su padre lacerando la piel sin clemencia. Ese es su idioma, el aprendido. Sale de allí como puede.

Con la llave en la mano, intenta abrir su habitación. Aún tiembla.

¿Y si son buenas personas?, piensa. Por única vez, duda.

Sigue acostado, no puede levantarse, no quiere ponerse de pie. Se incorpora y espera un rato, sentado sobre un costado de la cama con sus manos aferradas como pinzas a la madera del borde, con los brazos estirados a ambos lados de su cuerpo. Es la posición de resistencia a los golpes de su padre. Durante un tiempo, sigue el recorrido de una cucaracha por el borde del sócalo. Poco le importa la mugre. Debe venir de la habitación de enfrente.

—Antes de que llegaran, la vida en el hotel era tranquila, normal. Eso les dijo cuando se cruzaron en el pasillo y volvieron a discutir.

—¡La gente decente trabaja! —les grita

—Y la que no, vive de fiesta —se escucha decir.

La cucaracha se instala en un rincón de la habitación. Verla detenerse ahí lo distrae de sus pensamientos. Quiere volver al sueño de anoche. No es diferente a otros: con su caja de herramientas y la excusa de arreglar una pérdida de agua, golpea en la habitación de enfrente. Nadie atiende. Insiste con más fuerza hasta que los nudillos se enrojecen como su furia. Necesita que abran. Necesita cumplir con lo previsto.

Se recuesta nuevamente en la cama. Todo parece tan real que duda que haya sido un sueño. El sueño continúa cuando la puerta de la habitación 16 se abre y al entrar, un perfume de mujer lo envuelve como en un hechizo. El lugar, limpio y cuidado hasta en los detalles, contrasta con el suyo, rancio y oscuro. Se siente a gusto.

Mira sus manos temblorosas, endurecidas por años de masilla, silicona, teflón… y por la infancia, y por su padre. Una frase da vueltas y vueltas en su memoria:

Las cosas se dicen solo una vez, si no, hay consecuencias.

Exactamente eso. Aníbal no quiere vivir con esas intrusas pervertidas, con tales desviaciones. No es natural.

Escucha que una puerta se abre. Agudiza el oído. Son ellas que empiezan a entrar y salir. Es enfrente. Mira el reloj. Se incorpora en la cama, busca unos papeles sucios de grasa y un lápiz dentro de la caja, entre las herramientas. Escribe: sábado, diez y treinta de la mañana. Suena una música. La reconoce, es un bolero. Prefiere eso a las obscenidades que escuchan esas mujeres. Hay niños en este hotel. Directo al infierno se van a ir.

Su padre le dijo esa frase por primera vez cuando trajo un destapador en forma de angelito con el resorte que se erguía entre las piernas.

—¿Cómo se te ocurre? Niño asqueroso —y luego la frase del infierno.

¿Sería su madre como las mujeres de la habitación dieciséis? No puede estar seguro, pero por los dichos del padre, ella era más de la calle que de la casa. —Como los gatos —le dijo.

Golpean la puerta. El corazón se le acelera. No espera a nadie. No recibe visitas.

 —¡Aníbal! —Se escucha preguntar del otro lado. Reconoce la voz de la dueña del hotel.

Se da cuenta de que se encuentra en un estado deplorable. No quiere que lo vea así, puede pensar mal de él.

—¿Qué quiere doña? Estoy ocupado —la mujer resopla.

—Dejaron una caja para usted.

Se apura, pero no tanto. No quiere abrirle la puerta a esa vieja metida. ¿Será lo que está esperando desde hace un par de meses? Esta vez se retrasó la entrega. Le indica que deje la caja sobre el piso, que luego la recoge. Quiere salir ya mismo, espera a que la mujer se vaya.

Casi lo descubren. De los nervios seguro que se ensució los calzoncillos. Marica. Tan infeliz Aníbal. Algo tan simple como recibir un pedido, casi sale mal. Tirado en la cama a esta hora. Vago. Inútil. Eso pasa por no dormir bien, distraído con esas lesbianas sucias, indecentes, putas. Las mataría si pudiera y así se solucionaría todo. Todo es un asco. Ni para comer hay.

Un gato se asoma y araña la pequeña ventana con su pata derecha. Es el que viene siempre. Menos mal que vuelve y no se olvida de él. No tiene nada para darle de comer. Se viste con lo que encuentra a mano. Tiene que buscar comida para el gato, para que se quede, para que vuelva. La música de bolero se escucha más suave. Se pierde entre las voces de las mujeres que discuten por algo. Una de ellas sale abruptamente de la habitación y lo empuja mientras cierra la puerta de su cuarto. No se perturba por lo inesperado del momento.

Gira, acerca su cara a la de la mujer:

—Las voy a matar.

Ella lo mira fijamente, como quien conoce el paño. Escupe en el suelo y se va.

Aníbal acelera el paso. Compra un poco de leche y alguna lata de lo que encuentre para su gato. Precioso. Fiel. Entra lo más rápido que puede a la habitación. Hasta se puede decir que esboza una sonrisa sutil. Está agitado. Mira hacia la ventana. El gato no está. Si no se hubiese encontrado con esa machona disfrazada de hombre.

Guarda la caja debajo de la cama. No la abre. Se queda todo el resto del día esperando al gato. Sentado en la única silla de esa habitación, más oscura y asfixiante. La realidad se nubla con los pensamientos. No distingue si sigue en la cama soñando o en el pasillo. Se levanta por inercia, toma la llave de la caja de herramientas, esa que usa para abrir cerraduras y una botella de algo en la otra mano, que agarra antes de salir. Abre la puerta de la habitación 16, rocía con el líquido de la botella a las cuatro mujeres mientras duermen, tira un papel encendido y se va.

La policía lo encontró muerto sobre su cama. Lleva puesto un vestido de color rojo, bordado con lentejuelas brillantes, similar a otros que cuelgan en el placar, las medias de lycra le aprietan las piernas, un chal de plumas sobre sus hombros. Los labios, aún tibios, perfectamente pintados color carmín.

Mientras el humo invade los pasillos, entre gritos, corridas, y los cuerpos de las mujeres carbonizados en camillas, el gato se asoma a la ventana y, como siempre, araña el vidrio con su patita derecha.

 


 
 
 

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