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LIMA, LA GRIS- Por Mario Antunez Ramírez (Lima- Perú)

  • Foto del escritor: Pensando En Voz Alta
    Pensando En Voz Alta
  • 27 may 2023
  • 3 Min. de lectura

Llamaron tarde. La noticia la dieron temprano por la mañana, cuando cayó la noche ya había grupos que se dirigían eufóricos al centro desde los conos con la inevitable sensación de que nos estaban cagando. Entre todos, como si fuéramos uno, tomamos la plaza y nos afianzamos. Detrás de nosotros, los milicos nos pisaban los talones; una cadena de hombres ocultaba la mirada detrás de la placa semitransparente de policarbonato. Caminábamos entre la gente sintiendo el peso de sus miradas en la espalda, como si no pisáramos el mismo suelo. Desde la ventana de los buses, los comentarios se asomaban inquisidores. Porque aquí en Lima, la gris, la palabra y la verdad es de unos cuantos.

La primera nos cayó del cielo, nadie la vio venir. Chicho y el Chato alertaron del humo que se desprendía del piso, poco después lo supimos. Se nos cerró la garganta y el picor en los ojos era insoportable. Las demás no tardaron en llegar. Corrimos hacia los callejones para dispersarnos, mientras blandíamos la bandera amarrada al cuello. Doblamos la esquina tosiendo, la calle parecía ser atravesada por una estampida. Entre la multitud, un par de tombos se llevaron a Chicho, lo arrinconaron entre Ocoña y Camaná y lo molieron a golpes.

Serrano de mierda, los escuché decirle cuando sus botas reforzadas en acero le quitaban el aliento y la voz, la voz que nunca tuvo, esa voz que solo conoce el pueblo. Con el Chato corrimos, pero era tarde. Lo levantamos como pudimos y buscamos una vía libre para alejarnos. Chicho no respondía, un grupo de gente nos rodeó para protegernos como si su vida y la nuestra fueran la misma. Cuando tuve la oportunidad, salí corriendo, le dije al Chato que buscaría la manera de sacarnos de ahí, que se quede cuidándolo.

Ya no sentía las piernas, corría por inercia y cada gota de sudor parecía atravesarme el cuerpo. En la avenida principal no había nadie. Seguí hasta la segunda intersección y nada, me había alejado demasiado, tocaba volver deseando que la voz de Chicho no se haya apagado para siempre.

Cuando ya había avanzado dos cuadras, sentí cómo el piso temblaba y se aproximaba una mar de gente a toda velocidad con el vacío que te queda en los ojos luego de ver la muerte. Traté de esquivarlos apegándome a los portones de las tiendas aledañas, no fue necesario avanzar más para darme cuenta de que huían y que yo también debía correr.

La policía repartía porrazos como si de eso dependiera su vida. Tras el casco distinguía ciertos rasgos que podía confundir con los míos, pero que un sueldo y una placa hacían diferente.

Desde el fondo, vi venir a uno de los efectivos corriendo como entusiasmado directo hacia mí. Cuando estuvo delante de todo su pelotón se inclinó sobre una de sus rodillas y levantó el fusil sin pensarlo, casi con orgullo. Me miró a los ojos y gritó: “te mueves y te quemo, terruco”. Me di la vuelta casi temblando y pensé en perderme en el mar de gente hasta que se escuchó un estruendo que se sintió en toda la calle, en toda la gente, en toda la plaza. No pude pensar más que en Chicho y el Chato esperándome, no pude pensar más que en la mirada del milico atravesándome, no pude pensar más que en la bandera que tenía amarrada al cuello, que otra vez como la plaza se teñía de rojo.



 
 
 

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