Siniestra- Por Ana Laura Viacava (Montevideo-Uruguay)
- Pensando En Voz Alta
- 12 nov 2022
- 6 Min. de lectura
“…complacencia de mis ojos, ¡lujo de mi corazón! ¡No te apartes de mi vera! ¡Muere tú cuando yo muera!
Llévete yo, pues te traje…”
“Los dos”, Amado Nervo
Estampé mi rúbrica en aquel documento con un esmero que hacía tiempo no ponía al firmar las recetas. La clave estuvo en levantar el codo para no arrastrar la tinta. Desde la escuela lidiaba con el problema del rastro azul sobre mis apuntes. Mis puños siempre teñidos de algún color en ese lado. Mamá restregaba la manga contra el cemento poroso de la pileta de afuera hasta que se notara lo menos posible la diferencia con la derecha, inmaculada por falta de uso. No era desprolija. Luchaba con las tijeras cuando hacía las tarjetas de cumpleaños para mis amigas pero se arruinaban en el instante mismo en el que empezaba a escribir “feliz”. Probé cientos de veces con la otra mano, las letras parecían hechas por una preescolar. Guardé el bolígrafo en el bolsillo de la túnica y me la saqué antes de unir las muñecas y sentir el frío del metal sujetándolas. Sígame por acá, indicó la misma voz que me había llevado hasta el banquillo una hora antes. Ellos creen que Carlos está capacitado para pasar del pico y la pala directo a una criatura de carne y hueso. Quedó asentado en el acta, a partir de este instante le corresponde el “cumplimiento de los deberes legales de asistencia inherentes a la patria potestad”. Quisiera verlo cuando le tenga que frotar el ungüento con esos dedos de lija o pasarle la medicación intravenosa con las palmas agarrotadas de cargar baldes de mezcla y su fobia a las agujas. Nunca fue a un solo control, coincidían con su horario de trabajo, ni siquiera estuvo más que de visita en las internaciones. Bien saben que no hay otra persona en el mundo que entienda más que yo sobre su cuadro. ¿Qué va a ser de ella en estos tres meses? Mi madre me lo había advertido. Ese tipo no es para vos, la vas a cagar como siempre. Yo me limitaba a seguir presionando hasta que el líquido espeso terminaba de pasar. No había espacio en su piel que no estuviera morado o perforado. ¿Qué le podía retrucar en ese estado? Tampoco había lugar en mi vida para recapitular. Punzaba más mi cabeza que su brazo. Tres minutos, dos rayas y el “prometo serte fiel, amarte, cuidarte en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida". Supe desde el momento en que lo vi que estábamos destinados a eso. Con una mano que apenas se sostenía sobre mi panza y la otra con la palma hacia el techo, partió mi viejita. Solté la jeringa al tiempo que ella dejó ir su último aliento. Mía intentó llegar a conocerla pero sólo logró adelantar su entrada –poco- triunfal a este mundo con veintinueve semanas y pasó directo a la incubadora. En ese lapso acondicionamos el dormitorio de mamá. De eso sí se encargó el padre, “zapatero, a tus zapatos”. Unas pinceladas en rosa viejo a las paredes, cambió la cama ortopédica por una matrimonial y armó la cuna. Lijó, clavó, barnizó y hasta decoró la cabecera con una lámina infantil del fondo del mar. Le recordaba a nuestras vacaciones en Brasil, dijo. Con sólo evocar aquél día se me ponía la piel de gallina. Juré que no volvería a bucear en mi vida pero reconozco que, ahora, los animalitos acuáticos se veían bastante más agradables sin la presión de toneladas de océano sobre mí. En aquella sala de paredes blancas, aromatizada con una mezcla de alcohol y leche, con un sonido permanente de monitores como taladros y el rojo de esos números que irritaba mis pupilas, no había día ni noche. El tiempo se medía por los momentos en los que, por fin, podía introducir mis manos en esa caja de plástico y sentir su calor. Mis ojos y mis pulmones se expandían y contraían a la velocidad del movimiento de su pecho. Un reloj a cuerda que funcionaba a merced de quién sabe qué caprichosos dedos. Aprendí a pasarle la leche que me extraía a través de la sonda como quien sopla una pantalla de jabón para crear una burbuja. Su evolución fue acorde a lo esperado, sus intestinos soportaron la alimentación y nos dieron el alta. Nos fuimos a casa envueltas en un pergamino de indicaciones médicas. Estaba convencida de que la vida me daba una nueva oportunidad. El primer ingreso a Emergencia fue al mes. Un episodio de apnea esperable todavía en esa etapa. Cafeína intravenosa, madre, usted ya sabe cómo administrársela. Otra vez la danza de las jeringas. Las noches con un ojo a medio abrir, aproximando mi oído minuto a minuto para chequear su aliento. La agonía de ver acercarse el final de la licencia maternal. Aún recuerdo aquellas primeras guardias de medio horario. Llegaba a casa acompasando los pasos al ritmo de su llanto. Saltaba los escalones finales con la sensación de quedar suspendida en el aire con su último alarido. La puerta se abría antes de que alcanzara el pestillo. Me recibía un silencio denso. Su espasmo estrujaba nuestras gargantas y detenía, por ese instante, nuestros latidos. La pregunta irrumpía como bocanada desesperada: ¿respira?, Carlos, ¿respira? Él la depositaba en mis brazos, los rostros como la cal de sus manos. Debe ser hambre, ¿no la oíste llorar? La frase habría una grieta en el cristal del momento y yo avanzaba sobre las esquirlas, teta al aire y olla en mano. Había dejado las lentejas en remojo antes de irme. Cuatro ingresos en cuatro meses, modificaron las dosis de la medicación y la frecuencia de su administración. Los análisis de sangre nunca arrojaron resultados esclarecedores, ni el monitoreo de la frecuencia cardíaca mostró irregularidades, no se dispararon las alarmas que controlaban su respiración. Me limitaba a responder la misma lista de preguntas cada vez, a observar las cejas del médico que se arqueaban y recogían al son de mi relato y a esperar que su piel pasara de los tonos amarillos al rosado de esos cachetes de risa con agujeritos que nos permitía el retorno a la rutina. No te mortifiques, madre. Estás haciendo todo lo que está a tu alcance, la vamos a sacar adelante. Enero llegó y la licencia de la construcción coincidió con mi regreso al horario completo. Para mi sorpresa, Carlos parecía saber lo que hacía, como si ese estado de observación pasiva hubiera servido como entrenamiento para afrontar ese momento. ¿Sería la manera de compensar sus ausencias? Lo cierto es que, al reintegrarse al trabajo y contrario a mis pronósticos, mantuvo esa actitud. No es que fuera de gran ayuda, permanecía ahí parado, mientras yo la bañaba, le cambiaba los pañales o le hacía los masajes con el aceite de eucaliptus. Eso sí, era incapaz de mantenerse en pie si se trataba de manipular la sonda o aplicar un inyectable, ese seguía siendo mi rubro.
Mía volvió a descompensarse a mediados de febrero. Esta vez fue él el que llamó a la emergencia en cuanto escuchó mi grito. El cuestionario de ingreso a sala me generó cierta inquietud, no pude recurrir al piloto automático de los episodios anteriores, ni siquiera se parecía a los que yo misma presenciaba desde el otro lado. La exploración médica no se limitó, como las otras veces, a corroborar mi relato y chequear su respiración y ritmo cardíaco. La desvistieron, examinaron palmo a palmo sus brazos, las plantas de sus pies y entre sus dedos, el cuello, sus pupilas, el color de su lengua.
Carlos ingresó en el consultorio junto a su abogado. Un relámpago recorrió mi cuerpo, recordé aquél instante bajo el mar en el que mis piernas parecieron incendiarse de golpe y mis oídos zumbaban mientras mis brazadas desesperadas intentaban alcanzar la superficie. Sentí caer mi mandíbula con el peso de un yunque y mis ojos se cristalizaron en el doble de su tamaño. Mis manos, que habían permanecido cruzadas durante la entrevista, se precipitaron hacia mi cara.
La voz del abogado fue la mortaja que envolvió mi cuerpo paralizado. “Los síntomas de la niña remiten rápidamente en situación de internación y/o cuando se encuentra bajo el cuidado de su padre. El mismo da cuenta de marcas de origen desconocido en el cuerpo de su hija. En examen físico se constatan evidencias de presión ejercida de forma sostenida sobre el cuello de la infante que precede al episodio de apnea. Según lo observado la posición de los dedos indica que podría tratarse de una persona con predominio motor zurdo. Se sugiere pericia psiquiátrica a la madre y se inicia proceso de denuncia frente al Juzgado correspondiente.”
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