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Sentidos- Por Ayrton Flora (Chaco- Argentina)

  • Foto del escritor: Pensando En Voz Alta
    Pensando En Voz Alta
  • 19 may 2023
  • 7 Min. de lectura

Me animé, me acerqué tanto para ver los ojos blancos que en el fondo vi un celestito. Si no nacía así, iba a tener re lindos ojos, pero son blancos e inútiles. Yo sabía que él me podía sentir, siempre lo hacía, pero no me importó. Tenía que sacarme las ganas de ver qué escondían esos iris fantasmales antes de que los párpados se cierren por completo. No espero que lo entienda.

Sus padres creían que yo pasé solo seis días en su casa, pero no, años llevaba visitándola. La compraron en enero, típico de gente rica. En las vacaciones cambian de trabajo, abandonan la ciudad y compran otra casa. El caso es que no sabían nada, nadie cuenta la historia completa. Es obvio, todos la quieren vender.

Me llamaron más o menos en marzo. Les expliqué cómo trabajaba, ellos aceptaron, está todo por contrato, lo redactaron ellos, enfrente de mí. Yo firmé y ellos también. Decían que el hijo menor, Mateo, me parece, escuchaba cadenas que salían del baño. Y sí, verla no podía, pero seguro escuchaba cosas, sentía respiraciones y el olor de una persona que no conocía. El padre y la madre, no le creyeron. Eso me parece un error fatal, no creerles a tus hijos. Después empezó Ana, también ciega y medio sorda, pobrecita. ¿Usted conoce a gente adulta así?

Lo que no entiendo es cómo no les ponían lentes oscuros a esos nenes. Dejaban que anduvieran por todos lados con los ojos blancos. Eran espantosos, la gente se impresionaba al verlos así, con los dientes desparejos en la boca abierta con baba hasta el cuello, los dedos y brazos deformes. Caminaban en los pasillos con mucha dificultad, se les chocaban las rodillas y a veces andaban en cuatro patas cuando estaban apurados, quién sabe lo que querían hacer. Las visitas quedaban aterrorizadas al ver dos monstruitos que andaban sueltos por los pasillos de la casa, cuando no conocían a alguien se escondían atrás de las columnas y de ahí escuchaban. Con los párpados y la boca súper abiertos, mirando hacia el techo, movían la cabeza milimétricamente ante todos los sonidos, yo los vi, parecían analizar cada cosa, no se les escapaba nada. Eran difíciles.

Bueno, el caso es que después empezó el mayor. Él era hermoso, aunque morochito, pero no era tan oscuro, tenía ojos claros, me fascinaban. Me hubiera encantado que conociera a mi hijita, él se podía rescatar. Un día vino a hablar conmigo. Igual que Mateo, el hermanito, había escuchado cadenas arrastrarse. Salió al pasillo a ver qué pasaba, pero estaba demasiado oscuro, entonces prendió la luz. Vio a una nenita que llevaba trenzas largas adornadas con flores de manzanilla, un vestido rosado floreado y cadenas en los pies. Se me hizo raro que ignorara las de las manos. Pero no pierda tiempo en eso, ella no es importante la historia.

Los cieguitos no me dejaban trabajar tranquila, me decían que sentían presencias malvadas. Ella no era malvada, era dulce. Perdía tiempo esquivándolos y eso no me servía. Tenía que buscar al más inocente, uno que no haya hecho aún nada grave, es difícil de explicar. El caso es que estaban todo el tiempo vigilándome. Bueno usted me entiende vigilándome en el sentido de escuchar por dónde caminaba, qué herramientas usaba. Es que hasta distinguían cuando uno agarraba un tenedor o un cuchillo. Mateo se dio cuenta de que era zurda, imagine. Les contaban todo a los padres, pero es difícil creerle a alguien que no ve. Más cuando mirarlo te da un poco de no sé, cosa. En ocasiones los encontraba en el piso, gritando. Se corrían igual que perros y se mordían las patas. Yo a mi hija nunca la dejaba hacer esa clase de escenas. La vestía y adornaba sus trenzas con flores, las visitas quedaban encantadas ante una nena tan educada. Antes de sentarse, se acomodaba el vestido floreado, ponía las manos en reposo en la falda. Jamás una joroba como tenían ellos, eso es por la mala postura, y nunca abría la boca a menos de que alguien le preguntara algo o se le diera una orden con la mirada para que hablara.

El mayor era el más sensato de los tres. Se paseaba por la casa poniendo pegatinas de lentes de sol en las fotografías de los hermanos. Los padres llegaban y las sacaban. Decían que había que aceptarlos, aunque costaba. Él se quejaba y decía que a la noche daban mucho miedo. Una vez, cuando estábamos solos, le di la razón. Siempre me ayudaba con todo. Muchas veces distraía a los hermanos para que no molestaran. Decía que le tenía mucho miedo a la nena del baño. Le dije que no le tuviera miedo que era alguien que solo buscaba escapar, que a lo mejor podía intentar hacerse amiguito de ella. Que nunca había hecho nada malo. Le conté cómo era para tranquilizarlo, no quería verlo asustado igual que ella. No sé si me creyó.

Fui preparando todo, la casa exigía otro nene. No le quiero hacer perder tiempo con explicaciones. El caso es que no la podía liberar así nada más.

Me daba un poco de nostalgia ver las ruinas de mi vieja casa remodelada. De todas formas, ningún tapiz o pintura podía tapar las marcas del fuego. Quedaron algunas columnas y los cimientos. Ahí arriba construyeron la nueva. Fue en enero también cuando mi amado difunto encadenó a mi nena en el baño y después quemó la casa con ellos adentro. Yo llegué cuando el fuego ya era demasiado grande. Los gritos escaparon por la ventana, pero ella quedó encadenada para siempre. No tenía que haber hablado. Por algo uno les enseña las cosas cuando son niños. Para no provocar esto. Que una familia se rompa. Pero empezó a rebelarse, a decir cosas que no se tenían que escuchar, quejarse de cosas que yo sabía que nunca habían pasado. Él no era así, nunca lo fue. Yo sé con quién me casé. Intenté calmar las llamas, pero fallé. Hasta que un día llegué antes del trabajo y lo vi. Escuché los ruidos en el piso superior. Llegué a la habitación de ella y abrí la puerta lo suficiente para que solo mi vista pasara. Caí al piso y me arrastré hasta atrás de la columna. Tres tablas rechinaron. Me escondí y me tapé la boca para llorar. Después de un rato, cuando no se escuchaba más nada, saqué la cabeza para mirar por el pasillo. Lo vi, otra vez. Parado con sangre en las manos y en la boca. Corrí para pedir ayuda. Cuando volví, solo quedaba el fuego y el cadáver de mi bebé con la piel negra llena de ampollas secas. Se había metido en la bañera para intentar sobrevivir. Al liberarla tenía que ser igual. Es sentido común. Todos saben que la ley del universo es un alma por un alma. Debía encontrar a un nene inocente, ignorado y mudo hacia sus padres. Era Mateo. Dudaba que fuera humano, pero tenía que intentarlo. Si fallaba, en unos años volverían a edificar la casa y ponerla a la venta. Nadie se resiste.

Los otros dos, Ana y Mateo, hablaron con los padres. Los encontré en el pasillo. Mateo balbuceaba palabras en su propio idioma. La madre estaba arrodillada y el padre también. Fruncían el ceño tratando de descifrar qué quería decirles. ¿Por qué no hice lo mismo? ¿Por qué no me arrodillé a escucharla? Mateo empezaba a perder las características del nene inocente que necesitaba. El caso es que los padres levantaron la vista, ambos me miraron al mismo tiempo. Sostuvieron la mirada unos segundos. Yo saludé levantando la mano. Intenté sonreír. Volvieron a bajar la mirada y les dijeron algo. No escuché qué. Le besaron la frente y le limpiaron la baba que se extendía de la boca hasta el cuello. Me cruzaron por al lado, no me saludaron. Ahí entendí que tenía que apurarme. Ya tenía todo casi listo y era el último día de contrato, así que cuando el día se hizo oscuro, me puse las pantuflas y me saqué todas las cadenas que llevaba. Aros, pulseras, amuletos, piedras de energía, quedé totalmente desprotegida. Los puse a todos arriba de una toalla para que no hicieran ruidos. Los monstruitos tenían el sueño liviano. Me dibujé unas runas en el cuerpo con tinta negra, eso no se escuchaba cuando caminaba. Me puse el perfume de la madre que el mayor robó para mí. La parte del pasillo antes de llegar a la habitación de Mateo hacía ruido en tres tablas. Me saqué las pantuflas y quedé en medias, esquivé las tablas dando saltos en puntita. Agarré el picaporte aguantando la respiración y rogando que mi corazón acelerado no lo despertara. Abrí la puerta rápido para que no rechinara. Pero él sintió el viento que hizo y se sentó en la cama. Aspiró fuerte. Me miró con los ojos color cenizas. No le di tiempo a gritar, tenía el trapo preparado con etanol en la mano. Lo atrapé del cuello y lo dormí. Lo alcé hasta el baño. Tenía la cara llena de baba. Le agarré los brazos torcidos, de verdad intenté enderezárselos, para que muriera más decente, más humano. No pude y se le dislocó el codo. Lo encadené de las muñecas y cuando se quiso despertar, lo volví a drogar. Después le sujeté los pies. Me hice para atrás y me tapé la boca para no gritar cuando vi las garras en los dedos. Le puse los grilletes en el tobillo mientras me tragaba el vómito. Le hice un favor, usted no me entiende. Prendí fuego las mechas que conectaban todos los bidones de nafta que había acomodado con el hermano mayor. Tenía dos minutos para salir. Rogué que todas las runas dibujadas en la casa funcionaran. El calor me alcanzó cuando salí por la puerta y el rocío del pasto me mojó las medias. No quería matarlos a todos. Necesitaba solo a uno, pero los monstruitos no me dejaron trabajar. De verdad espero que alguien los ayude para poder escapar. Después de que los gritos se callaron, mi nena corrió al bosque arrastrando sus cadenas. Pero no se dio vuelta a mirarme.

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