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La sombra de Abel- Por Elías Rodríguez (Provincia de Buenos Aires- Argentina)

  • Foto del escritor: Pensando En Voz Alta
    Pensando En Voz Alta
  • 28 dic 2022
  • 5 Min. de lectura

Llevo en mi mochila la suficiente nafta para que todo arda. Abel me acompaña tirando de su larga cresta blanca hacia atrás. Enciende su último cigarrillo, el dado vuelta. Todavía no sé si esto está bien, lo que sé es que personas como nosotros no estamos hechas para encajar, me lo dijo Abel en algún momento. Las manos me tiemblan y Abel me mira con una sonrisa torcida. Cuento hasta diez, los encierro y empiezo a vaciar el bidón por debajo de la puerta. Me digo a mí mismo: David, tenés que vencer a los Goliat que hay en tu vida.

Es tercer grado. La profesora Andrea no me dejo ir al baño, pensando que le estoy mintiendo, me acabo de mear encima, aguanté todo lo que pude. Ella me pide perdón y me envuelve con mi buzo viejo las piernas y me obliga a salir al recreo, aunque yo no quiero. Se me cae el buzo y ahí estoy, con mi pantalón verde claro y toda la entrepierna húmeda. Meón, Meón me gritan riéndose. Los dedos me apuntan, tengo ganas de llorar y lo único que me sale hacer es levantar mi abrigo rápido, envolverlo y correr.

Soy David, el meón de la escuela. Y esto va a seguir así por un par de años, porque esas cosas no se olvidan.

Le escribí una carta a Sabrina. Ella la lee delante de todos y dice que jamás le gustaría un tipo tan horrible como yo. Soy David, el horrible.

Axel y Luis me encierran en el baño, se burlan de mi ropa y de mi cartuchera casi vacía, no me importa. Le contaba esas cosas a mi mamá. Ella respondía que los ignore. Que ellos son así conmigo porque me tienen envidia. ¿Que podrían envidiarme a mí?

Alguna que otra vez mi papá me ve los moretones en mis brazos y me dice:

—Espero que te estés defendiendo, no quiero un hijo maricón. —Toma su cerveza y me mira desafiante.

Sus frustraciones por las peleas con mamá ya no me duelen, no me afecta que me diga que soy un inútil, que vaya a verme cinco minutos a la cancha y se vuelva a casa porque le da vergüenza que su hijo esté en el banco. No es lo suficientemente bueno para ser titular. No es lo suficientemente hombre. No me afecta que me diga que hubiera preferido criar a un chancho que a un hijo. No, no me afecta.

Los siguientes años son en el patio, a poco de terminar la secundaria. Todos se divierten, crecen alegremente, arranco los pastos. Observo a las hormigas y me imagino siendo una de ellas, así de diminuto quiero ser, así de lejos quiero estar.

Maxi y el gordo Luis le roban la poca plata que tiene Fabricio frente a mis ojos. Es mi oportunidad para que dejen de joderme y se enfoquen en él. Maxi lo tiene del cuello y Luis saca un cúter. No le van a hacer nada, solo quieren hacerlo llorar como lo hacían conmigo. Fabricio tiene un cuerpo débil, Fabricio no tiene amigos y nadie se acerca a él porque saben que sería un objeto de burla.

—Agarren la plata y déjenlo de joder. —les digo con la voz temblando.

—Ahora te querés hacer el defensor de pobres, se ve que te gusta seguir cobrando. Croto de mierda. —me dice Maxi dándome una cachetada. Luis guarda el cúter y se van mirándome de reojo.

Fabricio levanta sus billetes arrugados del piso, me mira con los ojos llorosos y se va sin decir nada.

A la salida, siento una patada en la espalda, caigo al barro. Es Luis, entre él y Maxi me pegan patadas en la panza y en la cara. Pensé que si recorría otro camino por el que no va nadie no me encontrarían. Las manos aun me tiemblan y estoy en el piso con el medicamento para el ataque de asma mirando el cielo con la nariz sangrando. Alguien se acerca, saca un pañuelo de su chaqueta y me limpia la cara.

­Te hicieron mierda. —me estrecha la mano y me levanta.

—¿Y qué querés que haga? Ese gordo hijo de puta y ese negro de mierda son más grandes que yo. Llevaron años repitiendo para dedicarse a esto parece.

—En el fondo se sienten inferiores ¿sabés los tipos que conocí así? Lo débil lo tenés acá. —inclina sus gafas negras hacia su frente y lleva su dedo índice hasta su cabeza.

Así es como conozco a Abel. De vista es notorio que tiene algunos años más que yo. Saca su encendedor y hace chasquido, mantiene la llama encendida y dice que si debo explotar lo haga, que no hay mejor forma de alterar lo establecido, me asombra que me hablara de esa forma, como si nos conociéramos hace tiempo.

Abel empieza a esperarme en las salidas y a acompañarme hasta casa, me contó que dejó el colegio y sus aspiraciones de ser músico para dedicarse a trabajar. Compra cigarrillos Philip Morris y siempre deja uno al revés. El “dado vuelta” consiste en dejarlo último, antes de fumarlo pedís un deseo y si tenés mucha fe quizás se cumple. Abel dice que va a pedir un deseo para mí, pero que no me lo va a decir hasta que se cumpla.

Mi vieja me huele la ropa y me pregunta desde cuándo estoy fumando, le digo que no, que mi amigo es quien fuma, me mira raro y se va.

Es el cumpleaños de Fabricio, lo van a tirar a la zanja o le van a sacar su mochila y la van a colgar en el árbol más alto de la cuadra. A lo lejos veo a Abel contra una pared acomodando sus lentes y mirando el cielo. A veces pienso que está un poco mal de la cabeza. Ayer me dijo que tengo que defender a los indefensos, aunque yo sea también uno de ellos. Como él lo hizo con su hermano menor antes de que su papá lo eche de su casa. Su viejo un drogón; el mío, un borracho.

Fabricio sale delante de mí y yo me pongo a caminar a su lado, feliz cumpleaños, le digo, gracias me dice bajando la mirada. En un abrir y cerrar de ojos estamos en el piso, de nuevo el cúter de Luis, de nuevo las palizas de Maxi, de nuevo soy el meón, de nuevo estoy solo en el patio del recreo arrancando pastos, de nuevo las risas.

Las voces en mi cabeza:

Inútil.

Horrible.

Cobarde.

Nunca pudiste defenderte ni vos mismo.

Abel me besa la frente y me susurra al oído que todo va a estar bien, que esta vez él me va a proteger.

—David, tenés que vencer a los Goliat que hay en tu vida. —­­­me dice dando referencia a esa historia con mi nombre. —Personas como nosotros no están hechas para encajar.

En un fuerte dolor de cabeza me desmayo. Me despierto y todo es fuego. Abel me dice que esté tranquilo, que ya se encargó de que Fabricio hoy no venga a la escuela. Es hermoso escuchar los gritos de dolor, es hermoso escuchar cómo todos arden.

El precio a pagar son las pastillas cada doce horas, pero al menos en este hospital me tratan bien. No volví a saber de Abel, aunque ayer lo soñé en la misma calle de barro en donde lo conocí. Le dije que era un hijo de puta, que se fue cuando más lo necesitaba.

—Todo lo contrario, aparecí cuando más lo necesitabas. ­—me dijo, y desperté.

Soy su cresta blanca, soy su beso en la frente, soy su cigarrillo dado vuelta pidiendo liberarme, soy sus puños defendiéndome por primera vez, soy su sonrisa torcida y su plan de alterar lo establecido, soy la sombra de Abel.

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