El último encuentro- Por Karelia Tarazona Cruz (Lima- Perú)
- Pensando En Voz Alta
- 10 may 2023
- 6 Min. de lectura
La penúltima vez que vi a Paolo fue en la entrada de la universidad. Ambos habíamos terminado el último ciclo de nuestras carreras. Él andaba con una sonrisa que no se le borraba, pues pronto obtendría el título y así podría conseguir un trabajo. Sé que meses después consiguió uno en la misma universidad porque me escribió por mensaje diciendo que ya había cumplido con lo más esperado académicamente y que por fin podría vivir lejos de su familia.
Por mi parte, aunque trabajaba en un colegio, estaba en una etapa de confusión, sin saber qué hacer con la carrera y con mi vida. Saber que alguien podía sentir la tranquilidad de sus decisiones, y poder ampararse en sus estudios, me daba esperanza. Sabía que la próxima vez que me reuniera con Paolo lo abordaría con mil preguntas y me quedaría con sus mejores consejos.
Me escribió después de un año. Quería darme una noticia y me anticipó que después de eso ya no nos veríamos en mucho tiempo. Me entró la curiosidad pero no quise preguntarle de qué trataba y solo me conformé en acordar día, hora y lugar. Viernes, cinco de la tarde en el cafetín frente a la universidad.
Cuando llegué, miré rápidamente las mesas y no lo vi. Ocupé un lugar vacío y pedí un pastel mientras esperaba. Cinco y diez. Le escribí por el celular. Me dijo que estaba en el baño del cafetín y que había llegado puntual pero que seguro nos habíamos cruzado. En ese momento dejé de mirar el reloj, de comer el pastel y esperé. Por la puerta de los baños salió un chico de mediana estatura, con la camisa ajada, el pelo ensortijado y pegado, el rostro con manchas rosadas y unos lentes oscuros. Caminó hacia mí. Jaló una silla y se sentó.
—Hola, ha pasado un año desde que nos encontramos –susurró cada palabra.
—Hola, ¡tanto tiempo! ¿Qué ha sido de ti?
—Nada nuevo, estuve trabajando durante un par de meses, pero se terminó.
Había renunciado al trabajo porque se sentía muy incómodo de frecuentar todo el día a la gente. A veces me perdía en su relato mirando las manchas rosadas que eran como ronchas y recordaba que siempre lo encontraba solo en algún pasadizo de la universidad con un libro de Foucault. Todos me odian, me decía.
—Y dime, si no es inconveniente, ¿las ronchas rosadas son por alguna alergia?
—No lo sé. Los doctores dicen que es una enfermedad pero que hasta ahora no tiene diagnóstico. No sé si fue porque estaba en contacto con los libros. Ahora me medico con calmantes. Y estoy siempre en el departamento.
—¿Cuándo empezó?
—Poco tiempo después de que empezara a trabajar.
Siguió contándome que estar en la organización de la biblioteca era un alivio porque trataba más con libros que con personas. Solo tenía que aguantar las reuniones de trabajo y un almuerzo general que nunca faltaba y que siempre se libraba con una “llamada urgente” de casa.
—Y tu madre, ¿qué dice del sarpullido?
—Ella no dice nada, solo se ocupa de mi alquiler. Le dije que cuando consiguiera trabajo le devolvería. Pero sé que está enojada, no me invita a ninguna celebración. Mejor, porque no quisiera ir.
—¿Y tu cumpleaños?
—Es un día más.
En ese momento recordó que su último cumpleaños de la universidad fue con cuatro amigas de la carrera y que él hablaba de lo liberador que sería terminar de estudiar y ser independiente.
—Terminar la carrera no es ningún sueño cumplido –dijo con enojo.
—Pero me contaste feliz que obtendrías el título y todo mejoraría.
—Pero estoy en el mismo lugar en el que empecé antes de estudiar una carrera.
—¿Qué lugar es ese?
Se sacó los lentes que llevaba puestos y sus ojos brillaban. Brillaron todo el tiempo y no me di cuenta. En ese momento me confesó que ese lugar era la nada.
—No saber qué quieres.
—A veces uno tarda en descubrirlo –Traté de animarlo.
—Hui de la gente, me refugié en los libros y ahora hasta eso me da alergia.
Había pasado un buen rato y apenas había probado mi pastel desde que Paolo llegó. Le pasamos la voz al mozo y él pidió un café bien cargado y yo solo un té. Sus manos comenzaron a temblar y la taza parecía a punto de caerse. Con sus ojos vidriosos me miró y entendí que solo quería desahogarse un poco. No quería compasión.
—¿Y qué hay de ti? - me preguntó.
—Nada nuevo, sigo enseñando Lengua en el cole. Es un lugar en el que solo trato con niños. ¿Y si pruebas con algo con lo que puedas lidiar que no sean ni libros ni personas?
Silencio. Tenía la mirada fija en su taza. Mucho tiempo le había costado encontrar algo que le ahorraría el trato con personas y ahora hasta los libros serían una de las causas de su alergia. Tomé el sorbo que me quedaba de té.
—¿Te acuerdas cuando nos conocimos? –Paolo me miró fijamente.
—Muy poco
—Tenía el pelo largo y usaba camisas sueltas y no hablaba con la gente porque me cae mal.
Empecé a recordar. Lo vi tan callado y sentado en una esquina durante una clase que teníamos en común. Me acerqué y vi sus ojos vidriosos como ahora. Mucho tiempo después supe que tenía problemas en casa. Nunca le insistí en saber más.
—Claro, algo te tenía triste -—agregué
—Sí, me quedé solo con mi madre y la abandoné entrando a la universidad. O sea la dejé de lado. Pero luego al confiar más en la carrera, me amisté con ella y con la vida.
—¿Y ahora la volviste a abandonar?
—No voy a responder eso. Yo veo qué hago con mi vida y ahora no necesito a la gente.
—Pero hay gente que sí te puede hacer bien.
—No lo creo. Discúlpame un rato —Sacó su teléfono y se paró.
Se alejó unos pasos. Eran las siete y las bocinas de los carros se empezaron a sentir. Volvió a los pocos minutos y con voz temblorosa me dijo que se disculpaba pero que debía ir a ver a su mamá.
—¿Le pasó algo?
—Necesita que vaya ahora.
—No te preocupes. Nos vemos otro día.
—Ya veremos.
Sacó su billetera, contó las monedas para completar su parte y pagamos al mozo. Se despidió con los ojos aún más brillosos, se puso los lentes y se fue. Me quedé un buen rato sentada mirando mi taza vacía. Todavía resonaba el “ya veremos”, no entendí esa frase. Quería decirle algunas palabras de aliento pero no me dejó o tal vez no era lo que necesitaba de ese encuentro. Ese día, al llegar a casa, le volví a escribir pero no hubo respuesta. No supe nada de él durante meses. Sospeché que se había apartado del mundo otra vez y que lo odió aún más. No insistí en escribirle. Supuse que abandonarse a veces es inevitable.
Pasaron cinco meses ya sin seguir su rastro. Un día me llegó un mensaje de un número desconocido. Era él. Me contaba que seguía viviendo donde siempre, que por el estado en el que se encontraba, su madre se había mudado con él. Su sarpullido era urticaria crónica y su caso había empeorado: un gran motivo para no salir a interactuar con la gente. Me dijo que tenía la excusa perfecta para no trabajar. Le pregunté hasta cuándo, me dijo que no importaba. Le planteé ir a visitarlo, respondió que nadie entraba ahí, que ahora solo eran su madre y él. Y que ella le había sugerido no recibir visitas. Le di la opción de llamada con cámara, aceptó.
Me respondió que en la noche, así no vería sus inmensas ronchas en la cara y de paso ya habría acabado de cenar como todas las noches con su madre. Me di cuenta de que en el fondo no le molestaba tanto la presencia de la gente, al menos no la mía. Pero no sabía si eso bastaría para ayudarlo. No deseaba actuar de psicóloga, pero no quería que se quedara para siempre entre las sombras bajo sus cuatro paredes con su madre ahí. Lo llamé y prendí mi cámara, contestó con la suya apagada. Le pedí que prendiera su cámara. La prendió. Estaba en su habitación a oscuras y con la poca luz de su celular pude ver sus ronchas. Cuando lo notó, se puso los lentes y dijo que este sería nuestro último encuentro. Comenzamos a hablar y miraba constantemente hacia la puerta. Se escucharon voces de mujer, le avisaban que ya era hora de descansar; empezó a susurrar. Supe entonces que sería difícil ayudarlo a que saliera de ese estado y de sus sombras, pero a pesar de todo, lo intentaría.
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