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El rey de los cuerpos- Por Matías Costa (Provincia de Buenos Aires - Argentina)

  • Foto del escritor: Pensando En Voz Alta
    Pensando En Voz Alta
  • 27 dic 2022
  • 5 Min. de lectura

El tintineo de la alarma lo despertó a las seis. La grasa había que empezar a quemarla desde muy temprano, decía Benjamín. Lo primero que hizo fue mirarse en el espejo. Tengo el mejor abdomen, bien marcado.

Fue al baño. Levantó la tapa del inodoro y lo hizo con un movimiento ágil y sencillo, sin titubear. Se lavó los dientes con violencia para sacarse el sabor agrio y ácido de la boca. Giró la canilla y las primeras gotas comenzaron a salir disparadas. Se duchó, cuidando de enjabonarse cada centímetro de la piel. Que me quede bien tersa, suave y luzca joven. Lavanda, decía la etiqueta del jabón líquido. Así quiere que todos lo huelan y lo vean. Como un campo de flores violetas y hermosas en plena primavera. Bello. Radiante. Perfecto.

Bajó a desayunar y, como siempre, su madre ya lo esperaba con todo listo.

Lo hizo mal, otra vez, pensó. Las tostadas olían a quemado y esos colores marrón y negro le resultaban despreciables, no podía tolerarlos. Los huevos tienen un poco de clara. Ya no sé cómo explicárselo para que lo haga bien.


—¡Otra vez, mamá!— Mientras lavaba los platos, ella lo miró sonriente. Seguro va a querer sacarse una foto conmigo cuando salga primero. Todos se quieren subir a la ola cuando ya estás en la cima. Fracasados.


Lo que sí hace bien es prepararme el bolso. Pone el pantalón corto que más me gustabien doblado y planchado. La musculosa ajustada. La toalla limpia y suave. No es tan mala mujer. Papá la engaña y yo entiendo por qué. Cómo te vas a casar con una mina a la que se le pasan las tostadas. Una inútil.

Antes de irse se roció quince veces con Sauvage Parfum. No quería que nadie sintiera el olor de su cuerpo transpirado. Para eso su padre había gastado sesenta y cuatro mil pesos. No es tanto, pero tampoco muy poco, pensaba.

Al salir a la calle vio un montón de chicos con delantal blanco que iban hacia sus colegios. Pobres. La educación pública es de lo peor, todos lo saben. Menos mal que no tuve que caer ahí.

Cuando llegó al gimnasio, lo esperaba su entrenador personal. Nacho tiene los brazos que le gustaría tener. Aunque yo tengo el abdomen que él quiere, seguro, se dijo. El aroma del sudor atrapado dentro del lugar le llenó la nariz y los pulmones. Cerró los ojos, sus labios se ensancharon hasta que los dientes le quedaron descubiertos. El olor de la motivación y el éxito, esto sí es aire.


—Hola Benja ¿Te mediste hoy? — le preguntó su entrenador. Abrió los ojos al máximo, las piernas le empezaron a temblar y el rostro le palideció de pronto—. Tranquilo, crack— Ignacio sacó un centímetro de abajo de la mesa de recepción y él se levantó la remera—. Ochenta y cuatro centímetros, podrías estar mejor. Pero no te preocupes, hoy le damos.


¡Cómo lo quiero! Si conociera una mujer como él, yo ya habría encontrado pareja. Seguro hasta me habría casado. Entrenó dos horas durante las que Ignacio no se movió de su lado. Le gustaba tener a su entrenador bien cerca. Siempre le recordaba que para eso le pagaba. Para eso le pagaba su papá.

Aquel día, en medio del entrenamiento, frenó dos veces a vomitar y, cada vez que volvía del baño, Ignacio lo anotaba en la pizarra. Iba primero. El esfuerzo estaba valiendo la pena. Estaba por encima de todos. Este mes le llevaba ocho a Juan Cruz. Aunque él le sacaba algunos pinchazos más.


—¿Viste a la gorda hoy?

—No sé ni para qué viene, debe tener el peor culo del mundo— Risas. Ignacio le parecía tan gracioso, tan ocurrente.

—¡Ahí está Julio!— Benjamín lo miraba con los ojos iluminados. Un hombre adulto, bronceado, con la piel brillante y que tenía músculos sobre los músculos.

—Chau, groso, nos vemos mañana— Ignacio le pegó un cachetazo en uno de sus glúteos—, está dura eh, bien ahí papá.

—Nos vemos, Nachi.


Caminaba para su casa lo más rápido que podía. Esperaba no tener que cruzárselos. Dio vuelta la esquina y solo le faltaban tres cuadras. Entonces los vio salir de la nada. Son como cucarachas, pensó atragantándose con las palabras.


—Eh, facha ¿no tenés una moneda?— Estos negros de mierda son la lacra de la sociedad.

Los dientes desalineados le parecían terroríficos, y las pistolas tatuadas a los lados del ombligo motivo suficiente para darles cárcel. El olor del carro que desbordaba de basura y cartón le resultaba una abominación arrastrada por un caballo flaco y famélico como sus conductores a los que se les marcaban las costillas.


—¿Por qué no van a laburar? Para ustedes no tengo nada— El país está perdido por ellos, pensó aunque no lo dijo. Lo que sí había dicho ya le parecía suficiente como para que lo apuñalaran ahí.

—¡Aguantá, loro! Tampoco pa’ tanto— El más flaco rió. Delgado como un palo. Seguro que está así por el paco—. Vamos, este puto no nos va a dar nada.

—¿Qué dijiste, negro de mierda?— Antes de que los alcanzara se fueron corriendo entre carcajadas que, al llegarle a los oídos, las percibió como si provinieran de un par de hienas que reían mientras lo asechaban para comérselo.


Al tiempo que se alejaban, uno de los chicos lo apuntó con los dedos y disparó. Son basura, se repetía por dentro.

Sintió una vibración en la pierna. Metió la mano y agarró el celular. Uno de sus clientes le pedía desesperadamente cinco pastillas para esa noche. También estaba el mensaje de ella. Se le dibujó una sonrisa, tan amplia como las que solo ella le provocaba. Francisca es hermosa, perfecta. Sus tetas hechas, las piernas más grandes que las mías, pensó. “Hola Benja. No quiero seguir viéndote, ya te dije. No me molestes más”.


—¡Puta de mierda!— El grito hizo que una pareja de ancianos lo mirara con las bocas abiertas y el ceño fruncido.

—Qué me ven. Ya sé que soy lindo— Corrió lo que le faltaba hasta su casa, pensando que los jóvenes que estaban trabajando podían cambiar de opinión y volver por él y por su teléfono.


Cuando metió la llave en la cerradura, todavía podía verlos corriendo y disparando. Una sensación parecida al asco lo invadió. Seguro me trajeron mala suerte con Francisca.


—¡Feliz cumpleaños!— Todavía no había cerrado la puerta cuando notó que sus padres se acercaban con una torta.


El número cuarenta, en velas, se le venía encima como un gigante que pisoteaba todo su cuerpo, como un monstruo de tiempo que nunca iba a parar hasta dejarlo demacrado.


—¡Les dije que no me gusta cumplir años!— Agarró la torta y la tiró contra el suelo. Luego corrió escaleras arriba y se encerró en la habitación.


Las lágrimas le caían por el rostro. En completo silencio, ya sin la remera, se miraba el cuerpo manteniendo la boca torcida, las cejas juntas, la reprobación tatuada sobre el semblante.

El espejo me escupe la verdad. Sonrió intentando sentirse bello. Demasiadas patas de gallo. Soy horrible. Casi suelta un grito al ver que varios bellos negros y gruesos le crecían en la oreja. Nunca antes los había notado. Francisca se debe haber dado cuenta. Dieciséis contra cuarenta, por qué iba a fijarse en mí. Caminó al baño. Se abrazó al inodoro y se llevó los dedos a la boca. Tengo que estar mejor, se dijo.

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