top of page

Aprobada- Por Loana Giselle Ugarte (Provincia de Buenos Aires- Argentina)

  • Foto del escritor: Pensando En Voz Alta
    Pensando En Voz Alta
  • 23 nov 2022
  • 3 Min. de lectura

"Siete" dijo. "Sabés que Franco me dijo que sos un siete". Estaba emocionado, como un chico cuando lo felicitan por haber hecho algo bien. Yo me lo quedé mirando fijo, tratando de entender.

—Viste como son los pibes. Se pusieron a hablar de las novias del grupo. Pero cuando llegaron a vos, Franco me pidió perdón y me dijo que él creía que eras un siete. Un boludo. Podría haber tirado un tres.

Pero no, tiró siete. Yo también me puse feliz. Sorprendida. Como si me estuvieran haciendo un regalo, inmerecido. Algo demasiado bueno para que lo usara yo. Y eso que ni me importaban los amigos de Emanuel. Se me hacían más animales que personas la mayoría de las veces. Eran tan idiotas. Se juntaban en casa cada dos por tres, a tomar, drogarse y se mataban de risa con chistes que yo no entendía, aparentemente, por ser mujer. Pero aún así, me habían dado un siete. De la mitad para arriba de la media. Mejor que la novia de Lucas, que le había tocado un seis y mucho mejor que la mujer de Martín que se había llevado un cuatro.

Emanuel llegó temprano esa noche, con una sonrisa, los ojos chinos y enrojecidos. Los pelos desordenados por la cara y la mochila colgada de un hombro. Cerró la puerta, tiró la mochila y fue directo a la heladera. Agarró una birra fría. Menos mal que me había acordado de poner el pack dos horas antes. Si no, iba a tener que aguantarme un discurso insoportable en el que se resaltarían todos los defectos de vivir con alguien como yo. De lo estúpida que era, de que encima que se me caía el culo, no podía acordarme de algo tan simple como poner la bebida en el congelador. Me miró de lejos, y me puso cara rara, decepcionado. No le gustaba que lo esperara despierta, para él era mucho más interesante encontrarme dormida. A veces fingía el sueño para contentarlo, pero esta vez había llegado mucho más temprano de lo que esperaba.

Me senté al otro lado del sillón, en un silencio casi sepulcral. Se podía escuchar aletear a las moscas alrededor de la basura. Tiró la lata al piso con un ruido seco. Me apoyó la mano en el muslo y comenzó a subir, insistente hasta llegar a mi entrepierna, donde hundió los dedos. Yo no tenía ganas, estaba destruida, pero si le decía eso íbamos a empezar una discusión interminable en la que se resaltaría el esfuerzo de soportar a alguien como yo. De quién te va a querer, si mirate lo que sos. Él siguió, cada vez más fuerte, todavía extasiado con ese siete. Premiado. Superior.


Cogimos. Una. Dos. Tres. Duro. Seco. Acabó y se durmió.


Cuando desperté a la mañana siguiente, estaba enredado en las sábanas, con el hilo de baba colgando desde el costado derecho. Me levanté, fui al baño, me examiné. Dolía bastante. Me lavé la cara, los dientes, y me peiné frente al espejo. Tenía algunas marcas en el borde de los labios y otras abajo en el cuello. Esas, las había aprendido a disimular con una base barata pero consistente. Las de los labios desaparecerían en unos dos días. Las tapaba, no por vergüenza, sino para evitar la inquisición de la gente. Opinólogos. Varias veces me queje de que dolía, que tratara de no hacerlo. Pero cuando él estaba en esa, no lo paraba nada.

Me preparé unos mates y prendí la tele. Bajé el volumen, para no despertarlo. Tenía un carácter pésimo a la mañana. El departamento era un caos. Estaba la bolsa de basura del día anterior, ropa por todas partes. El celular de Emanuel descansaba en la mesa, y se podía leer un mensaje en la pantalla de una tal Ludmila que le decía qué bien la había pasado y cuándo repetían. Otro del grupo de pibes con una foto que resaltaba “el mejor culo del país”. Y yo, sentada en la mesa, tras un sorbo de mate lavado, pensando de qué forma podría llegar a ser un ocho.

Comments


bottom of page