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AMPUTACIÓN- Por Evelyn Pignani (Marcos Juárez- Córdoba, Argentina)

  • Foto del escritor: Pensando En Voz Alta
    Pensando En Voz Alta
  • 1 may 2023
  • 7 Min. de lectura

Cada vez que paso frente a la casa, bajo la velocidad y recorro las habitaciones. Busco la de Malena. Camino por el pasillo, arrastro mi mano sobre el tocador, huelo el almohadón de raso.

Está justo en una de las pocas esquinas que tiene semáforos en el pueblo. Cuando está en rojo porque puedo contemplarla más tiempo. Hoy, justo cuando estaba enfrente noté que el portón del garaje se elevaba. Bocinazos urgentes me advirtieron que el semáforo había virado al verde. Puse primera y aceleré como poseída. Giré en U para volver a pasar frente a la casa.

-¿Sos boluda? ¡Déjate de joder! ¿Nos querés matar?-gritó Estela, mi acompañante. Casi le arrancás la mano al malabarista que estaba en la esquina.

- Ahí, yo elegí el papel, las cortinas, diagramé todo.

Sacudí el volante con los puños.

En la esquina, un móvil de vialidad nos cortó el paso. Un empleado flacucho se acercó con parsimonia y pidió la documentación del vehículo. Entregué todo lo que el chupa sangre exigía. El monto de la multa que aplicó correspondía a la mitad de mi sueldo. Sentí que mis ojos iban a salir expulsados de las órbitas. Aboyé el papel y se lo tiré a la cara. Había sido buena en deportes en mi adolescencia. Pateé el auto que seguía llamando la atención con su sirena chillona. Oprimí mis oídos y comencé a girar como un trompo. Mi ex se detuvo a observar la escena con una sonrisa glacial. Le mostré la mano derecha con el dedo medio derechito, enhiesto. Estela atrapó mis brazos para inmovilizarme. Abrió las puertas del auto, me empujó adentro. Se puso tras el volante y nos alejamos.

-¿Lo viste? Reía. Se quedó con todo, no me dejó nada. Puso restricciones, no puedo ver a mi hija. No deja que esté con mi Malena

Estela conducía callada, miraba al frente, en su cara había un rictus de hartazgo.

-Apurate. Tengo que ir al baño. Ese gusano logró descomponerme. Estoy sudando frío.

Cuando llegué corrí al inodoro. Vacié mis tripas y reí. Estaba cagando sobre sus brillantes zapatos italianos. El puto espejo del botiquín me devolvió un rostro derrotado.

Mientras me duchaba, lloré hasta que me dolió el pecho.

Al cabo de unos días, tras tragar cantidades de sedantes recetados y, aparentando una docilidad de león amaestrado hablé a la Secretaría de menores. Pedí una reunión. Fui con Estela, vestida según su consejo, traje pantalón azul, camisa blanca, no pudo con mis borcegos. Solicité una revisión de los días de encuentros con mi niña. Hablar con serenidad me requirió un esfuerzo agotador.

Logré una reunión en un bar con una “cuidadora” cercana. Creí que nuestra conversación se iba a abrir como un grifo.

-Vos no sos más mi mamá – soltó la nena apenas me vio

Quería saber por qué decía eso pero no le pregunté. Apreté los puños. Hice una mueca y averigüé qué quería tomar. Alzó los hombros y murmuró algo que no logré oír. Pobrecita, la entendí. Ellos le llenaron la cabeza. Intenté acariciarle la cara pero se echó hacia atrás. Nos quedamos un rato quietas y en silencio. Ella bostezaba, miraba a su alrededor. Se me entorpeció la voz cuando le dijo a la acompañante que estaba aburrida, que la sacara de ahí.

Vi a Malena marcharse y reír. Ponía los ojos bizcos y sacaba la lengua. No sé qué puede resultarle tan cómico de hacer eso. A ver contá así me río yo también, pensé gritarle. Las mamás perfectas no gritan a sus niños. Opté por el silencio.

Él la vino a buscar en su coche flamante. Padre e hija se alejaron tomados de la mano.

Necesité algo para quitarme la imagen de complicidad entre ambos. Mi cabeza explotaba. Prendí un pucho, sentí las miradas horrorizadas. Salí y tropecé con un camarero que llevaba una bandeja repleta de hamburguesas y papas. Todo se puso oscuro. Los chicos me señalaban acusadores mientras se revolcaban juntando las papas como si fueran las sorpresas de la piñata. Las madres los tironeaban.

Había dejado de fumar hacía un tiempo. Me sentí orgullosa, pero ahora estaba tan cargada que podía estallar en cualquier momento. Habían pasado seis años. Él contaba con todos los recursos. Logró cada una de las cosas que quiso. Pocas veces ocurría. A mí sí me pasó. Significó una amputación ¿Quién acepta una amputación y puede seguir viviendo como si nada? Tal vez si no hubiese tenido las llaves de la casa en el bolso. Si la cerradura no siguiera siendo la misma. Después de todo era mi casa. Ese lugar me pertenecía. El perro no ladró, me recibió moviendo la cola con una especie de sonrisa, en cambio la boca de ella cuando aparecí en la cocina se puso tensa, parecía de piedra. Las cosas estaban donde siempre. Claro, si jamás lo volvieron a sacar. Tomé la correa del animal, la elevé y apreté fuerte alrededor del irresistible cuello blanco, largo. Parecía bonita de cerca. Pesaba cuando se le aflojaron las piernas, ya no se veía tan omnipotente como cuando la cruzaba en la calle al lado de mi esposo. Parecía muerta a no ser por el parpadeo que entre tanta quietud se volvió delator. Escuché que alguien entraba y fui a esperarlo en mi living. Fueron como diez minutos hasta que estallaron ruidos y voces. Alguien aferró mis brazos. La volví a ver de frente. Me gustaba esta versión de ella con cara de miedo. Lo que siguió fue eterno.

Volver en el tiempo me generó mucha angustia. Fue como rascar con la uña una herida, para hacerla más profunda Necesité volver. Llamé a Estela, para oír una voz amable. Le conté los sucesos del bar

—Poné la energía en el trabajo. No podés darte el lujo de perder este laburo también- Su voz sonó como una tormenta.

Esperé. Acepté sumisa todo el protocolo que impusieron desde tribunales. Me concedieron la visita de la nena a mi departamento. Preparé todo con esmero. Compré flores.

Cuando llegó, intenté darle un beso pero me esquivó. Le pregunté qué quería que pidiese para comer.

-En mi casa nunca pedimos comida ¿Sabés? Ni siquiera postre. Mi mamá cocina riquísimo. Hasta el helado hace.

Tragué el comentario y llamé a la rotisería. Las virtudes en la cocina de esa otra mamá saltaban a la vista. La cosa esa debería empezar una dieta. Avivala mirá que tu papá es rápido para buscar otras.

-¿Qué dijiste?- preguntó.

-Nada.

­- ¿Vos eras maestra verdad? Antes de que te volvieras loca y fueras a la casa de mi mami, le hicieras mal, ahí te llevó la policía.

-No hables así. No sabés cómo son las cosas.

- No me des órdenes. No te quiero de mamá. No quiero una madre loca. Y llamalo a papi

Cuando le iba a decir que ya lo llamaba, sonó el celular. Era él. Cuando empecé a explicarle que no se quería quedar, alcancé a verla correr hacia la puerta. Me interpuse, recibí una patada, otra y otra más.

-¡Quiero a mi papi!

Chiquita del diablo ya me estás sacando de quicio. Respiro hondo tres veces, trato de desviar su atención. Busco de alguna manera su complicidad.

- A ver, Male, qué te gustaría que te regale para Navidad.

Temí haberme equivocado, si la nena creía en Papá Noel o en Santa Claus, había errado el camino. A los ocho años no la pueden tener como una tontita, sin decirle que todo eso de que Papa Noel es una farsa.

-¡Ya le escribí a Papá Noel!

Me vinieron unas ganas tremendas de tirarme al piso y revolcarme, en cambio, saqué la etiqueta de puchos y pensé como arreglar el tema.

En ese momento llegó el delivery. Coloqué la comida en el centro de la mesa. Me senté y la senté. Me miró feo y se restregó el brazo con el que la arrimé a la mesa. Aunque había perdido el apetito conté algunas cosas que a mí me parecieron graciosas. Hablaba con la boca llena como para no dejar espacios vacíos.

-Tengo el estómago cerrado- chilló. Se tocó la panza y arrojó los cubiertos cerca de mi vaso.

-¿Estás bien?

Me clavó la mirada lo suficiente como para hacerme sentir alguien sin derecho a preguntar ni a opinar. Entendí que las otras voces ya habían marcado lo suyo. Levanté los platos y me fui a la cocina. Cuando regresé, la vi acostada boca abajo llorando sobre la alfombra. Pensé en el funcionamiento de esa cabecita, ante los planteos que debía hacerse respecto a mí. No encontraba cuál sería la forma de encararla.

- ¿Entonces es cierto que Papá Noel no existe como dicen las chicas del grado?

Quise tragarme las palabras que había dicho. Hundí mis uñas en las palmas.

-Vení. Vamos a la heladería de la esquina y nos damos un atracón de helado.

-No voy a ningún lado. Decime por qué ustedes, los grandes, siempre dicen mentiras.

- Ay Dios.

-Ahora nombrás a Dios. Vos que quisiste matar a mi mamá. ¡No matar! dice en los mandamientos.

Niñita educada en colegio de monjas. Algo tóxico comenzó a enroscarse en mi cuerpo. Me salió una cachetada que le dio en la cara. Me detuve, salí de mi cuerpo para sobrevolarnos: madre e hija, niña y mujer, golpeada y golpeadora. Cerré los puños y me saqué sangre.

Llevo unos años acá, muchos de los que me rodean tienen la boca muda, yo también, como las de los maniquís. Así no nombro, no nombramos lo que duele. Escribo cartas que después rompo.

Ayer, pude. Volví a decir su nombre. El sol era amarillo metálico y no había una sola nube. Estaba haciendo pozos en el suelo para plantar unas suculentas y me clavé un pedazo de raíz vieja. Saltó un chorro de sangre, entonces pude decir tu nombre. Durante meses me dije vas a tener que decirlo, pero lo único que hacía era hacer listas mentales de lo que no hicimos, ni haremos juntas: ir al circo, andar en bicicleta, viajar en barco, celebrar cumpleaños, prestarte mis maquillajes. Nunca había podido nombrarte.

Uso mangas largas, las marcas en los brazos que empecé hacerme después de la amputación parecen rasguños de fieras, el paso del tiempo no las alivia.

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