205- Por Juan José Beascochea (La Pampa-Argentina)
- Pensando En Voz Alta
- 7 nov 2022
- 4 Min. de lectura
Los primeros meses del 2020 los vi por una ventana parecida a la de ahora. Un grito de mamá me obligaba a sacar los ojos de la tablet. Papá era esencial, vendía lavandina al por mayor en los pueblos de La Pampa.
En lugar del libro o los estudios pretendidos por ella, subía al altillo a chusmear por las cámaras de seguridad. No cambiaba mucho. El mundo estaba encerrado.
A fines de julio, un tipo flaco, en el borde, o gordo flaco, abrió la puerta del departamento D que daba a la parte trasera de la casa. Era el de arriba, con una terraza patio, donde estaba la puerta de rejas, las dos de chapa, la de la cocina , la del living, paralelas, a no más de un metro de distancia, y una ventana con persiana de rollo, siempre baja.
Comenzó a recibir varias personas por día. La mayoría eran mujeres. Entraban, las besaba en la mejilla, y a la media hora, más o menos, se iban. Nadie parecía preocuparse por el infractor.
Mamá me acompañó una de las mañanas. Subió una silla de plástico del patio, apoyó la pava en el piso y noté que a los dos nos volvía un sentimiento parecido al entusiasmo. En pleno invierno, el tipo subió la persiana, abrió la puerta, prendió la computadora y puso música a todo trapo.
Qué es eso, ¿una botella de vino? No sé mamá. Andá a buscar los largavistas de tu padre. La puerta principal no abría del todo, un mueble le cortaba el movimiento. Un sillón negro, largo, una mesa de madera rectangular con seis sillas, una biblioteca, un televisor, un aparador, y una computadora, completaban el paisaje. Comió empanadas de rotisería y se bajó una botella de vino.
En calzoncillos, de ojotas, se puso a trapear. Mamá no dejó de mirar, y me dio bronca. Era sábado, no nos habíamos dado cuenta. A los cinco minutos me quedé solo y extrañado porque papá no había vuelto.
Cuando puso Sabina, recordé las noches de asado, el baile de mis viejos y la larga sobremesa hasta que me iba a dormir. Ellos se encerraban en el dormitorio, pero no bajaban el volumen.
El domingo no abrió las puertas ni la ventana. El lunes, la misma rutina. A las 10 ingresó la flaca rubia, de raíces negras, con pantalón de jogging, un camperón gris y zapatillas azules con dos tiras blancas. Ella lo besó en la mejilla y él le devolvió una sonrisa. Al rato salió contenta, distinta. Cuando llegó a la puertita de reja, miró hacia el gordo flaco y le hizo un gesto con la mano derecha. El de chau, pero muchas veces. No le saqué la vista de encima, y por primera vez, tuve una pista. En la otra mano llevaba una tira plateada con muchas pastillas.
Sobre el mediodía apareció un hombre. Era nuevo y se fue rápido. Parecía que temblaba. No miró atrás. Puso toda la atención en la pequeña bolsa con un polvo blanco que llevaba en la mano derecha.
Papá seguía sin venir, y mamá empezó a llorar. No quería que la viera, pero los ojos brillosos lo decían todo. Mientras tanto, el tipo seguía de joda. Hiciera lo que hiciera, tenía éxito. Pronto se sumó a la monotonía.
Con la tablet en el regazo, los monitores en la cabeza, la escuchaba teclear el celular. Había subido un sillón que se hacía cama y en la práctica, había mudado la pieza para no perderme ni un segundo de la realidad exterior que me regalaba ese ojo tecnológico. Las pantallas dejaron de preocuparle, no insistió con los libros. Lloró y tecleó por más de quince días. A casa llegaban bolsas con comida y vinos.
Debía ser sábado, o domingo, la mañana del grito aterrador. Levanté la cabeza. El tipo limpiaba en calzoncillos, con el celular atado al brazo y los auriculares en los oídos. Le siguieron llantos desconsolados, venían de la otra punta de la casa. Mi abuela estaba en la puerta, trataba de sostener a mamá. Corrí desesperado y entendí la ausencia de papá. Murió en el hospital Lucio Molas, de espaldas, entubado. Lo último que vio fue el piso del conteiner en el que estuvo internado.
Al otro día, el gordo flaco, tocó timbre. No escuché qué le dijo. Vi los gestos exagerados de mamá. No insistió.
El funeral se hizo a los cinco días, a cajón cerrado. Los dos fuimos a la sala velatoria y al cementerio. Por una decisión del intendente, todos los muertos eran cremados.
Para el día de la madre, el Gobernador dio un permitido: hasta diez personas, en el patio, con barbijos, de 10 a 18 horas, ni más, ni menos. No fuimos a ningún lado. Somos de Telén. Y nadie vino. El gordo flaco se mandó un asado con amigos, supongo, eran todos hombres. Rieron, gritaron y se emborracharon. A las ocho de la noche, el descarado tocó timbre. Dejó una bandeja con carne, pan, una botella de algo con alcohol y helado. Mamá no lo echó ni lo insultó. Ese fue el primer día que lloré a papá. Estuve varias horas en el altillo. Le dije que no quería comer, que me dejara en paz.
El 11 de noviembre, mientras hacía la prueba integradora para aprobar ese año de encierro, me olvidé del monitor. Percibí una sombra. Alguien ingresó a lo de ese gordo flaco hijo de puta. Tenía que escribir mi nombre con letras de revistas o diarios, pegadas al final de la hoja, sacarle una foto y mandarla al grupo de la escuela. Decían que así también hacíamos plástica.
Al subir las escaleras, la pantalla me devolvió la imagen de mamá, abrazada, sonriente, con el gordo flaco. Lo que sigue, no lo recuerdo. Me lo contó el juez. Lamentó que fuera menor. En la pieza tenía un diván y un mueble completo de antidepresivos y sobres de uvasal. Para locos y ulcerosos, bromeó. Sobre su escritorio, una bolsa transparente contenía la tijera ensangrentada.
En dos meses salgo. Hasta los dieciocho tengo que ir a salud mental. Mamá viene los jueves y domingos, no falta a ninguna visita. Me mira con lástima. Sigue triste. Asegura que vamos a tener una nueva oportunidad. Mudó mi pieza a la planta baja y vendió las cámaras. Dice que lo vamos a superar. Entre los tres.
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